El título de esta entrada no tiene un sentido figurado sino real, ya que los bancos y las inmobiliarias han conseguido que empeñáramos hasta nuestros huesos en la adquisición de una vivienda valiéndose de la estructura de un cuento. Concretamente es la misma que la del cuento de la lechera, en el cual la pobre lechera, que va con su cántaro al mercado, va soñando como, con lo que saque de la leche, comprará una vaca, con la vaca un rebaño, después una granja y así hasta que se la pega y cae de bruces derramando la leche, como les ha pasado a tantas y a tantos con sus hipotecas. La leche eran nuestras ilusorias nóminas.
Durante una década, por lo menos, los bancos han estado más que dispuestos a prestarnos el cien por cien de la hipoteca de la vivienda de nuestros sueños, y más, sobre la base de una supuesta prosperidad y progreso indefinido. Es más, comprar una vivienda era un ahorro, más aún, una inversión, porque los precios subían de un día para otro, y a quienes vivíamos de alquiler nos decían que tirábamos el dinero. Y, en aquellos momentos, la verdad es que tenían parte de razón porque los alquileres también iban subiendo y pensabas: “cuando llegue a viejo no lo podré pagar”.
Tanto es así que yo mismo, partidario recalcitrante del alquiler, de toda la vida, a principios del dos mil hice números y me decidí a pedir una hipoteca antes de que todo se desmadrara aún más. La pedí para un piso normalito, de setenta metros, sobre plano, al que accedimos casi tres años después. Durante ese tiempo, el precio ya se había disparado. Lo curioso es como, al iniciar las gestiones para buscar piso, tanto en la inmobiliaria como en el banco, nos intentaban convencer de que podíamos aspirar a pisos, o casas, mucho más costosas, que, por supuesto, nos financiaban al cien por cien. Era casi ridículo tener que resistirse a que te dieran dinero para comprarte una vivienda mayor y argumentando a unos y a otros que “mire, quizás sí podríamos permitírnoslo pero la verdad es que no lo necesitamos y que además no queremos empeñarnos más allá de lo imprescindible”. Entiendo que tantísima gente cayera en la trampa porque yo mismo estuve a punto de caer. Y les decías “pero oye, eso va a estallar como un globo y os vais a encontrar con un nivel de morosidad insoportable”. “No, que va -te respondían- , está todo controlado”.
Ya lo hemos visto, y ahora me alegro de no haberles hecho caso, de haberme comprado un piso pequeño y haberlo pagado tan rápido como me ha sido posible, porque ya no es una inversión ni es nada más que lo que debería ser una casa: un lugar para vivir, y sin necesidad de ahogarte para ello. Y, a la vez, lamento que ese particular cuento de la lechera calara en tanta gente que ahora se encuentra en graves apuros, cuando no directamente en la calle.
¿Cómo tienen la desfachatez, bancos e inmobiliarias, de decirnos que no fue una estafa con todas las de la ley? Si yo, sin ninguna formación como economista, e ignorante, como toda la gente corriente, de lo que se estaba cociendo en el mundo de las finanzas, me daba cuenta, me resistía a confiar en ese crecimiento imparable…
Pero el mal tiene raíces más profundas en la consideración de la vivienda como un artículo de consumo y no como una necesidad, como una propiedad de cambio y de libre disposición y no como una propiedad simplemente de uso. ¿Para qué quiere alguien una vivienda cuando deja de vivir en ella? ¿Cuándo se traslada, cuando se muere…? Es aquí donde está la perversión. Porque si la vivienda fuese considerada una necesidad y, por tanto, una propiedad de uso, accesible, ni siquiera como herencia tendría sentido. Sería innecesario. El régimen de tenencia de la vivienda debería ser, por sistema, el alquiler, como el de todas aquellas cosas que no se van a usar más allá de la muerte o que vamos a usar sólo durante unos años de nuestra vida. Yo hasta ahora he vivido en muchas casas, he tenido muchas viviendas, aquí y allí, según las circunstancias de mi vida. Ahora, en cambio, aun con mis precauciones, es la vivienda la que me tiene a mí, y en las actuales circunstancias me considero afortunado.
Poco importa si la titularidad de las viviendas es del estado o de particulares que las alquilan, las mantienen en condiciones y sacan de ello un beneficio razonable. El mal comienza cuando incluso con el alquiler se quiere especular. Y esto tiene fecha y nombre, no es algo de toda la vida. Se remonta a la conocida como ley Boyer, en los primeros años del gobierno socialista de Felipe González. Antes existía lo que se llamaba contrato indefinido, según el cual, a partir de un alquiler pactado (cada cual sabe qué tipo de vivienda necesita y cuánto quiere gastarse mensualmente en ella), la inquilina o el inquilino podía ocupar la vivienda alquilada de por vida y el precio del alquiler era intocable, sólo se podía subir en la misma medida que lo hacía el IPC.
Como en tiempos de Franco el IPC representaba que no subía y se hacía demagogia con la vivienda y la propiedad a mayor beneficio de los empresarios afines al régimen -y sobre todo a los cargos con influencias políticas-, se produjo un desastre, que aún perdura en algunos casos, de alquileres que se mantenían en precios irrisorios, que resultaban incluso gravosas para los propietarios. Así, en lugar de adaptarlas razonablemente a los nuevos tiempos, el primer ministro neoliberal del PSOE convirtió las viviendas de alquiler en una mercancía más, con lo cual, cada cinco años, como mucho, te podías encontrar con que te echaran a la calle o te pidieran un precio exorbitante según la situación de la oferta y la demanda.
Pero, dejando a parte cuestiones históricas, ¿qué sentido tiene esto ahora? Cantidad de viviendas vacías, gente en la calle y gente que no puede pagar sus viviendas… ¿Por qué no se reintroduce el alquiler de contrato indefinido, con precios razonables, garantía de estabilidad y subidas anuales ajustadas al IPC? En un mundo tan cambiante como el actual, cuando se nos está diciendo que es imprescindible la movilidad para encontrar trabajo, cuando las situaciones familiares y de todo tipo cambian con frecuencia, sea por uniones, separaciones, hijos, emancipaciones, situaciones laborales, etc… ¿para qué queremos viviendas para toda la vida, y más?... ¿Por qué no se da salida por esta vía a tanto edificio vacío o a medio construir y se alivia la situación de tantísimas personas que, en el mejor de los casos, deben destinar un alto porcentaje de lo que ganan a pagar la hipoteca de lo que va a ser su panteón? No tiene sentido. Ya ni siquiera es un buen negocio para aquellos que antes se lucraron. Y, sin embargo, ahí siguen, como si fueran a regresar los tiempos del Rey Midas.
Hace unas semanas, en un bar, me encontré con un señor de esos que gritan en los bares que proclamaba a los cuatro vientos que el tenía quince pisos vacíos y que no los quería alquilar porque le pagaban una mierda y cuando se iban (serían “negros” o “moros”, claro), se los dejaban aún peor. Yo no quería entrar en polémicas estériles, pero no pude retener un gesto evidente de desaprobación. “¿Pasa algo jefe?” -me increpó- “la propiedad privada es la base de la democracia”. Mi mujer, que es más implusiva que yo, le contestó: “se equivoca del todo, la propiedad privada no es la base de la democracia, pero lo que sí es cierto es que usted es un fascista”. No sé si “fascista” es la palabra, pero en esencia tenía toda la razón.