Con frecuencia, un problema reciente, o una nueva andanada, nos hace olvidar o dejar de lado un problema anterior. Como sucede con una catástrofe natural que nos distrae de la precedente, cuyos estragos siguen bien vivos, sin embargo, para las personas que los sufren. De ahí esa persistencia con que Forges nos pide en sus viñetas que non nos olvidemos de Haití. Algo así sucede con la violencia contra las mujeres, una lacra permanente que sólo sale a la luz fugazmente cuando culmina en asesinato. Y sin embargo, los asesinatos son tan sólo la punta del iceberg. La violencia, en todas sus formas, a veces sutiles, se produce y reproduce cotidianamente, sin atisbos de que vaya a desaparecer, ni tan siquiera a menguar.
No me gustan las conmemoraciones, pero a veces sirven de excusa para intentar reforzar la conciencia social. El 8 de marzo es el día de la mujer (ya dejo lo de trabajadora por no hurgar en otra herida) y quizás nuestras mentes estén por ello más receptivas a leer reflexiones como la que sigue. La escribí el año pasado para un espacio de opinión en la radio, y la reproduzco con escasos retoques porque desgraciadamente mantiene toda su vigencia. Pretende ser una reflexión de fondo -breve y modesta, pero de fondo-, porque si no atacamos las raíces de este problema, vamos a seguir conviviendo con él mucho tiempo. Decía así…
Antes incluso de que salieran los libros de Stieg Larsson me llamaba mucho la atención el título de la primera de sus novelas: Los hombres que no amaban a las mujeres. Y es que siempre he pensado que había hombres que no amaban a las mujeres, y no me refiero precisamente a los homosexuales.
No he sabido encontrar en el diccionario términos como ginofobia o uxorifobia, pero no hay duda de que este sentimiento existe, más allá de la misoginia, que el diccionario define como “aversión a las mujeres”. La fobia es aversión y odio, pero también es miedo. En el fondo, pienso que esta fobia está formada por diversos componentes. La aversión y el miedo deben ser hijos de problemas más profundos, como una identidad personal mal construida, una masculinidad insegura, o una no aceptación de los aspectos femeninos de cada cual. En contraste con los hombres que sí amamos a las mujeres, los ginofóbicos o uxorofóbicos no deben poder disfrutar de ellas y con ellas. No deben poder disfrutar de su compañía, de su presencia, de su conversación, de los matices, con frecuencia sutiles y diversos con que se pueden expresar las diferencias entre la masculinidad y la feminidad. No deben poder gozar ni siquiera, plenamente, de la sexualidad, aunque sean muy machos, porque sólo deben sentir su propio placer, o peor, el placer de la dominación. Si el placer de la mujer, en este caso, les produce alguna satisfacción, debe ser en la medida en que alimenta su narcicismo.
A veces pienso que hay hombres tan machos, tan machos, que, de la misma forma que no conciben otra forma de pasar el rato que no sea con sus amigos machos, también se encontrarían más a gusto teniendo relaciones sexuales entre ellos, cosa que curiosamente no harán nunca, porque además son ferozmente homofóbicos, o por lo menos así lo proclaman. Se entiende que para ellos hacer el amor sea una mariconada y sólo conciban la posibilidad de follar y si implica un cierto grado de sumisión por parte de la mujer, mejor.
Todo esto no pasaría de ser una patética patología, susceptible de ser tratada psicoterapéuticamente, si no fuera por las consecuencias que conlleva. En la base de la violencia contra las mujeres están este odio y este miedo, que impiden cualquier posibilidad de conocimiento y por tanto inducen a la cosificación: Las mujeres como objetos que se pueden tener en propiedad y utilizar a placer, incluso arrinconar, prestar y, si estorban o molestan, destruir. Los hombres que no aman a las mujeres no tienen el más mínimo interés por ellas como personas. Las usan, a veces por la fuerza, y cuando se sienten heridos o traicionados, como cuando tu perro accidentalmente te muerde o el coche te deja tirado en medio de la carretera, reacionan siempre con la agresividad del macho y del amo, una agresividad a veces irreparablemente extrema.
Todo eso lo solemos englobar en una sola palabra: machismo, pero a veces una palabra demasiado repetida más que explicar nos oculta lo que hay detrás. En este caso, dominación, violencia y culto a la virilidad, sí, pero también mucho miedo, mucha inseguridad, mucha miseria.
Ni lástima ni compasión para estos modernos trasuntos del esclavismo potencialmente homicida, pero al menos traslademos la constatación de nuestra experiencia, para que los hombres -jóvenes- y niños, que aún no saben si aman a las mujeres, sepan que no sólo corren el riesgo de convertirse en maltratadores y asesinos, sino que, si equivocan el camino, se perderán la maravillosa experiencia de acceder a la otra mitad de la condición humana.