No hay otra fiesta ni otra actividad humana ordinaria que remita a la subversión del orden establecido tan claramente como el Carnaval. Canónicamente, el Carnaval empieza con la llegada de un personaje (que recibe diversas formas y nombres según los lugares) y que toma el lugar de la autoridad establecida (con frecuencia a título de rey) e implanta, mediante un edicto, un nuevo orden opuesto al que impera durante el resto del año: prácticamente todo está permitido durante los días de Carnaval y los excesos en la comida, la bebida, la diversión y el sexo constituyen un precepto de obligado cumplimiento. La identidad desaparece debajo de las máscaras o se transmuta mediante los disfraces y nadie es quien es, y bajo ese anonimato puede dar rienda suelta a sus instintos.
Muchas veces se ha explicado el Carnaval como una necesaria válvula de escape, como la representación simbólica del deseo, incluso como una confrontación entre la naturaleza y el orden social. Y sí, ciertamente, tiene algo de todo eso y aún más en las sociedades campesinas y en las antiguas ciudades estamentales.
Hoy en día, el Carnaval se puede organizar y desorganizar en cualquier momento y, por lo menos en su vertiente igualitaria, más o menos anónima y de permisividad, se puede dar en un festival, una rave, o en un evento como el Saloufest... el Carnaval reviste muchas formas y las fiestas propiamente dichas de Carnaval, en cambio, tienden a comercializarse y homegeneizarse.
Pero el Carnaval tiene una lógica perversa. ¿Es realmente el triunfo de la subversión del orden establecido lo que se representa o su inexorabilidad? ¿La explosión de los instintos o la submisión a las reglas sociales?
En primer lugar, el Carnaval tiene unos límites, espaciales, sociales y temporales. Hay unos espacios para las celebraciones carnavalescas, ya sean las calles o locales habilitados para la fiesta, la transgresión no puede cruzar ciertas fronteras, como las de los lugares del poder, religioso, militar, político o económico. Tampoco permite una promiscuidad interclasista: la aristocracia, la burguesía también puede llevar a cabo sus rituales de transgresión, pero entre ellos mismos, en recintos privados a los que el pueblo no tiene acceso: las fuerzas del orden siguen ahí para evitar que se traspasen estos límites.
Pero, por encima de todo, el Carnaval tiene un límite temporal. A los pocos días de reinar el desorden, el rey de las fiestas y causante de la simbólica subversión es detenido, juzgado sumariamente y ejecutado en la horca o en la hoguera: ese monigote ardiendo es la viva imagen de lo que les espera a todos aquellos que pretendan incitar a la rebelión. Al día siguiente, se entierra entre grandes lamentos y, en la tradición cristiana, empieza el período de prohibiciones y penitencias de la Cuaresma , con la imposición, por parte de la Iglesia de la ceniza en la frente de los pecadores: memento mori, recuerda que morirás, y que sólo nosotros tenemos las llaves del reino.
En palabras de Victor Turner podríamos decir que a un paréntesis de communitas le sigue un retorno brusco y permanente a una situación de estructura, en la que cada cual recupera su rol y su estatus.
Hay un caso interesante que fue estudiado por el historiador Emmanuel Le Roy-Ladurie, el Carnaval de la ciudad francesa de Romans de 1580. En síntesis, una hambruna que asoló la region de Romans hizo que los campesinos y otros estamentos populares dirigieran su malestar contra las grandes fortunas y las clases dirigentes. Se generó en la ciudad un clima creciente de revuelta popular, con gritos, consignas, canciones y manifestaciones de todo tipo, que auguraba un levantamiento violento de los pobres contra los ricos, a quienes consideraban culpables de su infortunio.
Lo que ocurrió fue exactamente lo contrario. Durante los días de Carnaval, un suceso puntual y nunca aclarado hizo que los ricos, con sus espadachines armados, se lanzaran a sangre y fuego sobre los pobres y causaran una masacre que se prolongó durante tres días. Una revuelta simbólica terminó en una represión tan real como brutal.
Todo esto me vino de pronto a la cabeza el pasado lunes. El sábado había participado en la manifestación conmemorativa del 15 M y el domingo no había acudido a los debates de Plaza Cataluña porque no me parecían la forma más indicada de continuar nuestra lucha. La manifestación del sabado había constituído una colorida exhibición de pancartas, banderas, camisetas, chalecos, lemas, chapas y pegatinas... tan exuberante como un pasacalle de Carnaval, quizás fue eso...
O quizás no. El lunes fuí a trabajar. Cogí el autobús interurbano y el metro. A pesar de que a esa hora había mucha gente no vi ni una sola señal de protesta, ni una pegatina, ni una chapa... sólo la mía solitaria, pegada a mi mochilla. En la universidad tampoco había nada, algunas pintadas antiguas, un par de pancartas que recordaban los horarios de una asamblea para la huega del 22... En las clases tampoco, las paredes, las carpetas... todo impoluto... sólo la misma solitaria chapa pegada a mi mochilla. Las clases discurrieron con total normalidad y según el temario previsto.
A las ocho de la tarde apareció por el patio un grupo de estudiantes que, con consignas y cánticos, acompañaban un ataud en el que supuestamente reposaba la universidad pública. Entraron en la biblioteca entre la indiferencia general y después de dar una vuelta por la primera planta, desaparecierón con sus cánticos por la escalera del sótano.
A la salida pasé por Plaza Cataluña. Había gente, no mucha. Los tenderentes alrededor de la plaza le daban un aire de feria de muestras y un par de conferenciantes exponían sus argumentos sobre temas dispares a unos moderados auditorios, ubicades en dos zonas distintas de la plaza. En la cercana plaza de Urquinaona, los mossos antidisturbios esperaban aburridos junto a sus furgonetas.
Volví a coger el metro para regresar a casa. Como por la mañana, el único testimonio de rebelión era mi solitaria chapa. La gente se veía cansada, para la mayoría debía haber sido una jornada dura (“maldita crisis”...) y todo parecía más gris, como un miércoles de ceniza.