Harto, harto estoy, harto de leer y escuchar que el problema es la deuda y el déficit, que hay que reducir más el déficit y para ello no hay más remedio que introducir más recortes en los gastos sociales, en el estado de bienestar -o lo que queda de él-. Ayer abro el periódico y me vuelvo a encontrar con la exigencia de reducir, ¿cuánto? ¿40.000 millones más?, el gasto público. Bueno, pues si el problema se reduce a eso, tomemos una solución drástica: vendamos el patrimonio artístico.
Que yo sepa, el mercado del arte no está en crisis, como no lo está ni mucho menos el de los bienes de superlujo. Los ricos son cada vez más ricos y el arte no es tan sólo un bien deseado sino un valor refugio en el que las grandes fortunas invierten. Últimamente se acaba de vender un cuadro de Cézanne por dos cientos cincuenta millones de dolares, no hace mucho se vendió un cuadro de Pollock por ciento cuarenta millones de dólares y así sucesivamente. Los pobres griegos no lo pueden hacer porque sus obras de arte más importantes se las expoliaron, como los famosos frisos del Partenón, ubicados en el British Museum y que jamás han sido devueltos a pesar de las reiteradas reclamaciones. Tienen muchas ruinas, pero el patrimonio inmueble es más difícil de vender, y de sustituir. Se pueden vender los derechos de explotación de la Acrópolis, pero ¿cómo se van a vender el Partenón, desmontándolo pieza a pieza para remontarlo en el jardín de algún millonario ruso o árabe, o de donde sea, como hicieron hace un siglo los americanos con algunos castillos o claustros europeos? Demasiado aparatoso y humillante.
Pero en España disponemos de una de las mejores pinacotecas del mundo, el Museo del Prado, repleto de obras maestras, y de otras pinacotecas no tan deslumbrantes pero con obras también de incalculable valor. ¿Cuánto valen Las Meninas? ¿Cuánto está dispuesto a pagar un posible comprador por ellas? ¿y por el Jardín de las Delícias o por el Caballero de la Mano en el Pecho? Se pagan fortunas por obras que se roban y se venden ilegalmente para tener que conservarlas en museos secretos, una especie de cripta de coleccionista de la que sólo puede disfrutar el propietario y una pocas personas de su más estricta confianza. Pues bien, si persisten en decir que el problema es éste, pongamos todas nuestras obras maestras en venta, liquidemos la deuda o buena parte de ella y acabemos de una vez con la maldita crisis. El sacrificio, si tal es, se puede distribuir, para ser equitativos, entre diversos museos y comunidades.
¿Que resulta sangrante? ¿Por qué? Se sustituyen las obras por copias de absoluta solvencia, irreconocibles incluso para los expertos si no es por medio de recursos técnicos sofisticados. Al fin y al cabo ¿alguien puede asegurar que Las Meninas que vemos en El Prado son el original y no una copia y que el original no está a buen recaudo en los almacenes? ¿o la Gioconda del Louvre? Todos los museos admiten tener en sus colecciones un porcentaje de falsificaciones difícil de precisar. Falsificadores famosos com Elmir de Hory, que esquivaba los rigores más extremos de la justícia no firmando jamás sus obras -o eso decía, por lo menos-, se mostraba orgulloso de afirmar en público que numerosos museos del mundo tenían obras supuestamente de artistas contemporáneos que, en realidad, había pintado él.
¿Qué diferencia existe entre Las Meninas -por seguir con el ejemplo- y una copia exacta, prácticamente indetectable, del mismo cuadro? Tan sólo el hecho, estrictamente simbólico, de saber que es el cuadro auténtico. Ese carácter simbólico es lo único que se pierde, eso y quizás un cierto número de visitantes atraídos por la supuesta autenticidad. Por importante que sea ese número de visitantes, no tiene parangón, en términos económicos, con los ingresos que se obtendrían por la venta de las obras. Todo lo demás, el deleite ante la obra de arte, los aspectos educativos, culturales… queda perfectamente intacto. Soy antropólogo y sé muy bien la importancia que tiene el simbolismo, pero, si la situación es ésta, si somos un viejo país que no puede pagar sus deudas, no podemos comportarnos como un orgulloso aristócrata que antes que deshacerse de los blasones de la familia, despide al servicio o incluso acepta vivir en la miseria. Básicamente porque lo que está en juego es la sanidad, la educación, la vivienda, el trabajo, las pensiones, los salarios… no sólo la calidad de vida de casi toda la sociedad, sino la propia capacidad de supervivencia de algunas personas, la posibilidad de cubrir las necesidades más básicas de muchas otras y el futuro de, por lo menos, toda una generación. No hay color, con todo mi respeto, ante el sufrimiento y la necesidad de la población, que les den a Las Meninas o al Pantocrátor de Taüll.
Si éste fuera el problema tiene, pues, una relativamente fácil solución. Con la progresiva venta del patrimonio artístico y una administración sensata, podríamos recuperar unas condiciones de vida decentes de una forma casi inmediata. Lo que pasa es que me temo, como comentaba en mi reflexión anterior, que éste no es el problema sino tan sólo una cortina de humo que sirve a los poderes económicos para irnos conduciendo progresivamente hacia ese paraíso del capitalismo salvaje que han avistado y al que no piensan renunciar.
Pidamos que no recorten más, al contrario, que restauren el estado del bienestar y la dinámica de la economía real y que solucionen los problemas financieros con la venta del patrimonio. Y a hacer puñetas con la crisis. Podemos vivir perfectamente sin el patrimonio artístico nacional, pero no sin trabajo, sin casa, sin escuelas ni hospitales, sin pensiones...
Podemos probarlo ¿por qué no? Pero estoy seguro que, aunque reuniéramos millones de firmas, no nos iban a hacer ningún caso. Porque nos engañan miserablemente, porque, como dice Lluís Llach en una de sus canciones, no és això, companys, no és això.