Es tan importante conocer nuestros objetivos como la forma de alcanzarlos. Lo primero que deberíamos hacer es establecer una gradación. Queremos otro mundo más justo, donde las necesidades básicas de todos los seres humanos estén satisfechas, donde la riqueza esté al servicio del bienestar comunitario, donde no exista la guerra ni la discriminación y donde se respete la libertad y la idiosincrasia de cada persona, así como la vida y el planeta que nos acoge.
¿Es una utopía? Por supuesto. Pero también es nuestro mayor objetivo y no deberíamos perderlo jamás de vista, día a día, en cada una de nuestras acciones y nuestros pensamientos. No podemos desesperar porque aparentemente no se avance, porque entonces es cuando realmente retrocederíamos. Simplemente debemos saber que esto no se va a conseguir en unos años, ni en unas décadas, ni seguramente en el curso de nuestras vidas, -ojalá-… Pero no se va a conseguir no porque la condición humana nos aboque inevitablemente a la desigualdad, sino porque los intereses de la minoría privilegiada que domina el mundo son muy poderosos. Tenemos que llegar a ser más poderosos que ellos, afirmándonos día a día y acrecentando nuestras filas para crear una gran conciencia colectiva de cambio. Cada paso cuenta, por pequeño que sea, y nos hace avanzar o retroceder en el camino.
Mientratanto, la cruda realidad del día a día se impone y nos envuelve como una niebla oscura, como un largo invierno. Los señores de las tinieblas dirigen el mundo desde las más altas torres de la política y la economía mundial. Y nosotras y nosotros hacemos oir nuestras voces, cuando podemos, organizamos pequeñas acciones, proyectos puntuales o locales, que no les inquietan en absoluto y que básicamente nos sirven para reconfortarnos y no desfallecer. En numerosas ocasiones les ofrecemos alternativas perfectamente viables para reducir la deuda, para evitar los recortes, para mantener el estado del bienestar… ¿Por qué? No les interesan para nada, saben muy bien lo que quieren. Los ricos y los poderosos con la crisis salen ganando. Hemos visto los números.
Entonces ¿qué podemos hacer? ¿Mantener encendida la llama de la resistencia en espera de tiempos mejores? ¿Esperar a que las propias contradicciones del sistema provoquen un hipotético cataclismo? ¿Es que no tenemos aliados en este mundo?
Hace tiempo que condenamos a los partidos de la izquierda y a los sindicatos de clase. Y con razón, porque hacía aún más tiempo que habían dejado de comportarse como tales y se habían convertido en cómplices, cuando no en servidores directos, de las fuerzas del capital. En las últimas elecciones del 20 N, muchas y muchos de nosotros decidimos dar un voto de confianza a Izquierda Unida y dejar caer al PSOE a los infiernos, para que comprendiera que por el camino que había emprendido sólo podía alcanzar la perdición. Nadie sabe en qué número, pero, sin nuestros votos, Izquierda Unida por lo menos no hubiera alcanzado unos resultados como los que tuvo.
También dijimos entonces que íbamos a ser exigentes con esas formaciones. Pues bien, yo creo que ha llegado el momento.
Los partidos de izquierda y los sindicatos de clase deben dejar de jugar con las cartas marcadas que les ofrecen los partidos del gobierno en España y en las autonomías y las instituciones económicas europeas y mundiales, y plantear su propia alternativa. No basta con oponerse más o menos tímidamente a las imposiciones de unos y otros, con dar una rueda de prensa que apenas tiene cobertura, con adherirse de modo vergonzante a la convocatoria de una manifestación con lemas y banderas propios, o con poner la cara entre los que se están oponiendo a un linchamiento legal, sabiendo que es la única que va a salir en los medios.
Si produce vergüenza ajena ver a los sindicatos legitimando una negociación inexistente, mayor es aún la que produce el espectáculo carnavalesco que se está dando en un partido que aún se llama socialista y donde la mayor preocupación parece ser quién va a mandar sobre sus mermadas huestes, como también ha sucedido en Cataluña, donde, además, aún se sigue tendiendo la mano a la sucursal liberal nacionalista en el poder, o en otras comunidades donde, por acción u omisión, la izquierda legitima la agresión del capital sobre las clases populares o da una jubilación dorada a sus fracasados próceres en instituciones como el senado, porque prácticamente ya no tiene diputaciones, instituciones ambas que parecía que había un acuerdo amplio en que no servían para mucho más que para seguir despellejando el erario público.
Si no queremos vivir cien años de oscuridad estamos obligados a entendernos. Por tanto, pienso que la izquierda formal, los partidos y los sindicatos, deberían convertirse en nuestro objetivo prioritario, no para acabar con ellos por supuesto, sino para exigirles una regeneración a fondo y una política activa y agresiva en sus contenidos, que si no se puede desarrollar en el parlamento, se desarrollará en la calle. Tienen que recordar quiénes son, de dónde vienen y a quién se deben, y sino ya se lo recordaremos nosotras y nosotros. Que callen ya, que pare la música, que se detengan un momento y miren lo que están haciendo, que se despojen de todos sus egos y sus vanidades, cubran sus cabezas de ceniza y recuerden que un día cantaron todas y todos arriba parias de la tierra. Y que los parias siguen en el suelo, aplastados como siempre, tal vez por ellos mismos, sin que lo adviertan.
Necesitamos mandar un mismo mensaje al mundo, y que se oiga, que no se ahogue en la sala de los pasos perdidos, que retruene en la calle, en los medios y en las conciencias, sino no nos sirven para nada, se pueden ir al Gobi con sus ridículas memeces florentinas. Aquí la gente sufre, se queda sin casa y sin trabajo y a veces incluso se muere de impotencia o por falta de atención. No es demagogia, son verdades como puños, perfectamente documentadas.
Por eso pienso que, en esos momentos, mientras no cambie radicalmente, sin ser el poder oscuro, la izquierda es nuestro enemigo, estratégicamente, por su bien, y por el bien de tod@s.